



Alguien afirmaba que, la vida es una oscilación constante entre el deseo de tener y el aburrimiento de poseer. Esta frase nos invita a un análisis profundo de nuestra relación con el anhelo y la satisfacción, y de cómo estos polos configuran la experiencia humana. ¿Qué hay detrás de esta afirmación aparentemente sencilla pero cargada de implicaciones existenciales? ¿Cómo podemos entender este movimiento perpetuo que parece no tener fin?
El deseo, por su naturaleza, nos empuja hacia adelante. Es un motor incesante que alimenta nuestras aspiraciones, nuestras metas y, en última instancia, el sentido que otorgamos a nuestra existencia. Cuando deseamos algo, un objeto, una relación, una posición en la vida, ese deseo actúa como un imán que da dirección a nuestras acciones y energías. Nos sentimos vivos, motivados, esperanzados. Sin embargo, este movimiento hacia la consecución de un anhelo también lleva consigo una paradoja: cuanto más fuerte es el deseo, más tendemos a idealizar lo que buscamos, y esa idealización aumenta la posibilidad de desencanto una vez que finalmente lo obtenemos.
La posesión, en cambio, es el momento en que el deseo parece llegar a su destino. Por fin hemos alcanzado aquello que anhelábamos, y en el instante inicial puede haber una sensación de triunfo, de plenitud. Pero, con frecuencia, la posesión trae consigo una extraña calma que, si se prolonga, puede transformarse en monotonía o incluso en aburrimiento. El objeto deseado pierde su aura mágica; el logro alcanzado ya no despierta la emoción de antes. Entonces, con el paso del tiempo, sentimos una necesidad renovada de desear algo nuevo, y el ciclo comienza otra vez.
Este ciclo, de desear y luego aburrirse de lo poseído, sugiere que en el fondo lo que más buscamos no es el objeto en sí, sino la propia experiencia del deseo, el sentido de movimiento, de propósito. Cuando se detiene la búsqueda, cuando ya no hay más “adelante”, nos encontramos frente a un vacío que puede resultar desconcertante. Nos damos cuenta de que la vida no encuentra sentido simplemente en acumular o lograr, sino en mantenernos en ese flujo vital que nos conecta con el mundo y con los demás.
Entender esta oscilación como parte esencial de la vida puede ayudarnos a cambiar nuestra relación con el deseo y la posesión. En lugar de quedarnos atrapados en un eterno vaivén de insatisfacción y monotonía, podemos aprender a habitar estos estados con mayor conciencia. El deseo no tiene que ser visto solo como carencia, sino como una fuerza creativa que impulsa nuestra evolución personal. Y la posesión, lejos de ser un destino final, puede ser un momento de gratitud y reflexión que nos permita apreciar lo que tenemos antes de que nazca el próximo anhelo.
En última instancia, debemos reconocer que no hay un “lugar fijo” donde encontrar la plenitud absoluta. La vida se despliega en ese balance dinámico entre lo que anhelamos y lo que poseemos, y aprender a movernos con gracia entre estos estados puede ser la clave para una existencia más plena y consciente. El desafío está en no rechazar ni el deseo ni la posesión, sino en encontrar en su danza una fuente inagotable de sentido y vitalidad.
Padre Pacho



Todas las reacciones:
99
Me gusta
Comentar
Compartir
Publicación de Padre Pacho
Padre Pacho
estpdrSono711o5at5m47g101a15 1idi 1as:mef3gyfa m05f at620l7 ·
El ciclo eterno
Alguien afirmaba que, la vida es una oscilación constante entre el deseo de tener y el aburrimiento de poseer. Esta frase nos invita a un análisis profundo de nuestra relación con el anhelo y la satisfacción, y de cómo estos polos configuran la experiencia humana. ¿Qué hay detrás de esta afirmación aparentemente sencilla pero cargada de implicaciones existenciales? ¿Cómo podemos entender este movimiento perpetuo que parece no tener fin?
El deseo, por su naturaleza, nos empuja hacia adelante. Es un motor incesante que alimenta nuestras aspiraciones, nuestras metas y, en última instancia, el sentido que otorgamos a nuestra existencia. Cuando deseamos algo, un objeto, una relación, una posición en la vida, ese deseo actúa como un imán que da dirección a nuestras acciones y energías. Nos sentimos vivos, motivados, esperanzados. Sin embargo, este movimiento hacia la consecución de un anhelo también lleva consigo una paradoja: cuanto más fuerte es el deseo, más tendemos a idealizar lo que buscamos, y esa idealización aumenta la posibilidad de desencanto una vez que finalmente lo obtenemos.
La posesión, en cambio, es el momento en que el deseo parece llegar a su destino. Por fin hemos alcanzado aquello que anhelábamos, y en el instante inicial puede haber una sensación de triunfo, de plenitud. Pero, con frecuencia, la posesión trae consigo una extraña calma que, si se prolonga, puede transformarse en monotonía o incluso en aburrimiento. El objeto deseado pierde su aura mágica; el logro alcanzado ya no despierta la emoción de antes. Entonces, con el paso del tiempo, sentimos una necesidad renovada de desear algo nuevo, y el ciclo comienza otra vez.
Este ciclo, de desear y luego aburrirse de lo poseído, sugiere que en el fondo lo que más buscamos no es el objeto en sí, sino la propia experiencia del deseo, el sentido de movimiento, de propósito. Cuando se detiene la búsqueda, cuando ya no hay más “adelante”, nos encontramos frente a un vacío que puede resultar desconcertante. Nos damos cuenta de que la vida no encuentra sentido simplemente en acumular o lograr, sino en mantenernos en ese flujo vital que nos conecta con el mundo y con los demás.
Entender esta oscilación como parte esencial de la vida puede ayudarnos a cambiar nuestra relación con el deseo y la posesión. En lugar de quedarnos atrapados en un eterno vaivén de insatisfacción y monotonía, podemos aprender a habitar estos estados con mayor conciencia. El deseo no tiene que ser visto solo como carencia, sino como una fuerza creativa que impulsa nuestra evolución personal. Y la posesión, lejos de ser un destino final, puede ser un momento de gratitud y reflexión que nos permita apreciar lo que tenemos antes de que nazca el próximo anhelo.
En última instancia, debemos reconocer que no hay un “lugar fijo” donde encontrar la plenitud absoluta. La vida se despliega en ese balance dinámico entre lo que anhelamos y lo que poseemos, y aprender a movernos con gracia entre estos estados puede ser la clave para una existencia más plena y consciente. El desafío está en no rechazar ni el deseo ni la posesión, sino en encontrar en su danza una fuente inagotable de sentido y vitalidad.
Padre Pacho







